Domingo de resurrección en la Plaza de San Salvador

Vivo en Rio de Janeiro desde hace no sé cuanto, ¿seis, siete años? Vivir en Rio de Janeiro no es fácil. Tampoco es difícil. Para mí, no lo es. He escrito, que recuerde, 2 guías de Rio de Janeiro, la una hablando de la ciudad, sus monumentos, etc., la otra dedicada al “Rio de la Bossa Nova”. Consecuencia de ello, hay quien me tiene por una especie de guía no oficial de la city y confía en mi criterio a la hora de elegir tal o cual punto de interés fuera de lo trillado/lo convencional. Yo, por mi parte, procuro llevar al interesado por los caminos de la perdición que, en esta ciudad, son muchos, y empiezan en el bareto “pies sucios” lleno de mugre y encanto, y terminan en la plaza de San Salvador, barrio de Laranjeiras, un domingo por la mañana.

La plaza de San Salvador, en Laranjeiras, es un universo en sí mismo, con su tufillo a porros y sardinas tan “Dos de Mayo” madrileño, si el lector entiende lo que quiero decir, sustitúyanse Daoiz y Velarde por la aguadora de Louis Sauvageau que, de tal, tiene apenas el nombre (hace décadas que el ayuntamiento no surte del líquido elemento al monumento). Para compensar, San Salvador cuenta con un amplio surtido de bares amigables (pero ninguno como el Salvatore Café de Marlene), además del mercadillo de los domingos y hasta un restaurante de cocina catalana, Casa Milà, bien es cierto que lo que empezó siendo “un pedazo de Barcelona en Rio de Janeiro” se ha “brasileñizado” hasta convertirse en un híbrido tan irreconocible como las patatas bravas del menú. Cualquier parecido con la realidad es pura coincidencia.

Visitar la plaza de San Sebastián es siempre una opción recomendable para quien busca aproximarse al alma de esta bienaventurada y caótica ciudad, que es decir, de sus habitantes. Enclave libertario, foco de resistencia frente a las hordas bolsonaristas, los especuladores, etc., San Sebastián, hoy, se postula para constituirse en República Independiente,-según proyecto pendiente de ratificación por el Consejo de Naciones Unidas. Valga añadir que, quien suscribe, opta al cargo de Ministro de Asuntos Exteriores.

Por tener, San Sebastián, tan plazita de barrio, tan poca cosa, aparentemente, tiene su propio parlamento: el chorinho (diminutivo de “choro”, en alusión al género musical surgido en Brasil en los albores del siglo XX) que cada domingo por la mañana reúne a propios y extraños en torno a la más insólita de las manifestaciones cívico-musicales que imaginarse pueda. Rodas de samba, en Rio, hay muchas; chorinhos, menos. Ninguno que se iguale al chorinho de San Salvador.

El chorinho de San Sebastián (declarado Patrimonio Cultural Inmaterial del Estado de Rio de Janeiro) constituye el más improbable viaje en el tiempo; una explosión de “carioquicidad”/una celebración de la diversidad, la mezcolanza; un espacio de libertad en su expresión más encumbrada, cada quien haciendo de su capa un sayo y salga el sol por donde quiera. Lo que pasa en San Salvador, queda en San Salvador. Dato importante: en San Salvador no existe escenario, ni sistema alguno de megafonía, ni impedimento de tipo alguno que pueda marcar alguna distancia entre los artistas y su público. No por nada estos, pudiendo utilizar el kiosco de música existente, prefieren situarse a los pies del mismo, rodeados de los suyos, entremezclándose con ellos.

La profesionalidad estrictamente amateur de los allí presentes sorprende a quien se llega a este rincón de la geografía carioca esperando encontrarse con un conjunto de esforzados diletantes que bastante hacen con lo que hacen. Y como que no. Las interpretaciones rigurosas y afinadas de los “llorones” (chorões) de San Sebastián condensan el refinamiento que caracteriza a la música instrumental afroamericana de las primeras décadas del Siglo XX (“choro”, “ragtime”, “tango”) con el andar cadencioso que se les presupone a las tales y no se está en las partituras, y no hay escuela en el mundo que enseñe.

El chorinho de San Salador es todo eso: una celebración desinhibida y cachonda (rigurosa y afinada) de la tradición que empieza en Pixinguinha y en Jacob do Bandolim y termina en la “garota” de Jobim-de Moraes y en Amélia, “que era mulher de verdade”, la audiencia coreando el estribillo a grito pelado (la cerveza a estas alturas ha hecho su efecto) a despecho del acorazado feminista, habla, pueblo, habla, habla sin temor. Pero esta es otra historia.

En mi calidad de guía no sindicado de la “Cidade Maravilhosa” y futuro Ministro de Asuntos Exteriores de la República Independiente de São Salvador, recomiendo acudir al lugar sin prisas, dejándose ir, degustando cada gesto, cada pequeño detalle… por lo que me toca, esta fue mi primera salida tras la enfermedad. Y lo que pasa en estos casos, que donde no alcanzaron las tenazas del robot quirúrgico con forma de lavadora, llegaron Pixinguinha, y Jacob do Bandolim, y Ernesto Nazareth… y allí, rodeado de belleza, embriagado por un sentimiento inefable de paz y felicidad, resucité como Lázaro en la cueva. Fue un domingo por la mañana en la plaza de San Salvador, en Rio de Janeiro.

CGM







Fotos: JMGM

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