BRASIL VS. LA CANTANTE DE JAZZ.

No es la primera vez que hablo del complejo de superioridad brasileño resultado de anteponer la imagen del deseo (el Brasil del futuro que nunca llega) al presente crudo y duro. Y, como muestra, el último Mundial de fútbol. Brasil ganó el campeonato antes de haber puesto un pie en Qatar y las sucesivas victorias ante Serbia, Suiza y Corea del Sur no hicieron sino remarcar la ciega confianza del brasileño ante sus representantes en la cancha. Y así, hasta que llegó Croacia y mandó callar. Fue una derrota dolorosa, por inesperada; un nuevo eslabón en la cadena de oprobios balompédicos que va del 1 – 2 ante Uruguay (lo que se conoce por el “Maracanazo”) y llega hasta el 7-1 ante Alemania (el conocido como “Mineirazo”), en este caso, más por lo abultado del resultado que por el adversario “per se”. Se entiende que perder ante una selección como la teutónica entra dentro de lo esperable. Hacerlo ante Croacia, se mire por donde se mire, no. Es una cuestión de justicia demográfica, 214,3 millones de habitantes frente a los 3 millones y pico de croatas. No hay color.

Pues bien, esto es lo mismo que sucedió, más o menos, el pasado domingo, con la representante brasileña en los premios “Grammy” que otorga la “Recording Academy” estadounidense cada año para distinguir a los más insignes entre los profesionales del ramo. Como en el caso de la selección, Anitta acudió a la ceremonia sin plantearse otra cosa que no fuera una victoria por goleada. Los titulares: “el mundo se rinde ante el encanto de Anitta”, “Anitta, a la conquista el corazón de los estadounidenses”, “Anitta se prepara para recoger el cetro de Madonna”… desde los medios, se nos había vendido la imagen de una Agustina de Aragón enfrentada a los “lobbys”angloparlante e hispanoparlante, respectivamente, sin más armas que su arrojo y el respaldo de un holding empresarial del tamaño de la IBM. Anitta, se dijo, lo tiene todo, el éxito, una cuenta bancaria en Suiza y un novio en Orlando, Florida. Todo, menos un Grammy. De ahí, la “importancia trascendental” del asunto: “este año va a ser el año de Anitta, la culminación de un trabajo de 2 décadas”. A nadie se le pasaba por la cabeza la posibilidad de una derrota, hasta que llegó Rodrygo y volvió a fallar el penalti decisivo. Lo impensable, sucedió. Anitta perdió frente a… una cantante de jazz.

¿Perdón?…

He escuchado a la vencedora, Samara Joy: nada nuevo bajo el sol. Una voz bonita, un “look”neutro/tranquilizador, una propuesta musical con sabor a ancianidad... los ingredientes que el mercado del jazz reclama en tiempos como los actuales. “No deja ser ser simbólico del hecho de que esta artista de 29 años – al menos 10 de ellos preparándose para el éxito internacional, que alcanzó de hecho en 2022 con la “viralización” de la canción “Envolver” – haya sido preterida por una cantante americana de jazz de 23 años, promesa de un estilo musical que origen negro que hoy (con algunas notables excepciones) abraza más la tradición que la disrupción” (Silvio Essinger). Con esto, que la perplejidad, el mal sabor de boca, no vienen tanto originados por la inesperada derrota como por el hecho de hecho de ser, la vencedora, una cantante de jazz. Y el jazz, ya se sabe, en Brasil, tiene la vitalidad de un fósil del periodo cretácico (pero esta es otra historia, me temo).

Que Anitta perdiera frente a una cantante de jazz es una buena razón para echarle la culpa al árbitro, véase la derrota de Antônio Carlos Jobim ante los Beatles en la edición de 1965, ejemplo de la injusticia de unos premios hechos a la medida de la industria anglosajona (Goes). Y fue así que, en un plazo de poco más de 24 horas, los Grammy pasaron de ser la panacea a ser unos premios sin relevancia alguna- “para el fan de la música, el Grammy apenas pasa de un detalle” – producto de “una institución blanca y conservadora”. Al fin y al cabo, “nadie precisa de premio para sacar sus propias conclusiones sobre determinado artista u obra! (Lucas Brêda). Apenas Tony Goes, en su artículo para el diario Folha de São Paulo, se atreve a cuestionar la estrategia de la cantora: “Anitta no tiene nada de nuevo, no ofrece un “mix” original al mercado internacional… podría haber invertido más en la divulgación del funk brasileño, pero prefirió arriesgar menos”.

País de héroes, de santos, donde el término “funk” es sinónimo de “vanguardia”, y Caetano Veloso, pero no sólo él, pierde el culo por salir en la foto junto a la princesa del cuento (uno no es nadie en el Brasil de hoy si no tiene un "selfie" con Anitta), allá donde la ausencia del aparentemente imprescindible “color local”es tenida como un crimen de lesa majestad. El brasileño pasa por el mundo mirando a otro lado, está pero no está, y en ese no estar, termina perdiéndose. ¿Y Anitta? ¿qué es Anitta, dónde está?: nadie lo sabe.

En su búsqueda de un lugar bajo el sol, la carioca del barrio de Honório Gurgel se mueve como las ranas, a la contra. Anitta quiere ser Shakira en lugar de Shakira, acceder al olimpo de los dioses como el puertorriqueño Bad Bunny, “sin bajar la cabeza ante la industria fonográfica de los Estados Unidos”; cantar en inglés y en ruso, si hace falta, y marcarse una rumbita de aquella manera con Rosalía. Sucede que la barcelonesa tiene lo que ella no tiene: las ideas claras, un proyecto, y una educación musical consistente, incluyendo una diplomatura expedida por el Taller de Músics de Barcelona, escuela pionera en la enseñanza del jazz (el mundo es un pañuelo). Anitta y Rosalía, tan amigas ellas, se parecen como un huevo a una castaña. “Rosalía no es un producto, el producto lo hace ella” (Lluís Cabrera, fundador del Taller de Músics).


Textos extraídos de los diarios O Globo y Folha de São Paulo en su edición del 7 de febrero. La traducción apresurada es obra de servidor.


Comentarios

Entradas populares de este blog